Era un hombre
enamorado. Las amaba a todas. Sí, en aquellas noches interminablemente cortas,
excitantes, en la que daba cuenta de dos tabletas de chocolate para engañar al
estómago. Las de Hollywood eran sus preferidas, pero entre todas ellas Gene
Tierney se llevaba la palma. Tierna y perversa a la vez, se aproximaba a esa
fémina ideal que definiera Alfred Hitchcock. Harry, sin embargo, no creía que
la actriz que encarnara a Laura pudiera meterse en un taxi contigo y,
contraviniendo su distante apariencia, te echara mano a la bragueta. El gordo
inglés era a veces un poco grosero, nada extraordinario en un católico
reprimido -si lo sabría él, que también había sido educado en los jesuitas...-.
Gene nunca haría algo así. Era una mujer valerosa, maltratada por una
tormentosa biografía, abandonada de la suerte. Por eso era su preferida.
Harry era muy
romántico, a su manera. Nunca tuvo suerte con las chicas, ni la apariencia ni
una desagradable voz cavernosa le acompañaban; tampoco la higiene. Había tenido
una novia cuando cumplió los veinte, pero no cuajó. Ella vetaba el sexo hasta
llegar a la vicaría, pero a Harry no le preocupaba mucho la espera, porque ya había
descubierto las putas de Estadilla. Quizá por eso Purificación no se sintió
necesaria, quizá por eso hizo mutis por el foro, quizá por eso Harry apenas lo
sintió. En Barbastro no había putas; era la cuna de Monseñor Escrivá de
Balaguer y de la Virgen de Torreciudad, quienes velaban por la pureza del Somontano.
Era una ciudad heroica. Había resistido a los moros, a los invasores franceses,
a los carlistas y a la Columna Durruti. Todos los enemigos de la cristiandad y
de la patria habían sucumbido allí, aunque a un altísimo precio (la sangre de
los mártires). Barbastro fue cuna de soñadores, San José María, el General
Ricardos, los mártires del Pueyo, los hermanos Argensola. ¿Pertenecía Harry a
esa estirpe? De lo que no cabe duda es que su vida era sueño y su sueño era el
cine, o el séptimo arte, como a él le gustaba decir.
Harry era
empleado de la Biblioteca Municipal. Los
libros solo le daban de comer; o no, porque él se nutría de celuloide. Cuando
salía de trabajar a las 14.45 h. se retiraba a su “santuario”, inundado de
cintas apiladas de todos los sistemas videográficos. Allí engullía las
películas que había grabado en la tele, cuando en TVE se emitían películas apetitosas.
También se alimentaba de chocolate: chocolate a veces con almendras, pocas veces
negro, casi ninguna blanco… y también litros de
café. Esa dieta le deparaba un aspecto físico nada saludable, si bien
su mente rebosaba dicha cinematográfica. Esa felicidad se iba acumulando en
largas veladas frente a su Samsung de 48 pulgadas, veladas luminosas, teofanía
de fotogramas. En aquella oscuridad interrumpida por el barrido de electrones
Harry se encontraba como en el claustro materno; era feliz.
Viniendo de una
familia de letrados, José María –ese era su nombre de pila
que odiaba- parecía abocado a estudiar derecho.
Lo hizo con desgana, dedicando
más tiempo y energía a los cineclubs que a las leyes. Fue en sus tiempos universitarios de Zaragoza cuando
le picó el “séptimo veneno”… Vivió en la capital aragonesa, más
bien en sus filas de butacas, tirando de pasantías durante algunos años. No le
gustaba la “urbana tracamandana” (así llamaba su admirado José Luis Borau en El
Heraldo al tráfago peatonal a lo largo del Paseo de Independencia), pero allí,
en esa arteria metropolitana, estaban las grandes pantallas,
los grandes milagros.... A mediados de los cincuenta el cine había conquistado
su preeminencia entre los espectáculos populares y la ciudad pujaba por abrir
grandes salas con scope, sonidos
estereofónico y un confort que no se avizoraba en unos hogares que todavía
olían a posguerra. Entre aquellas cómodas, espaciosas butacas bullía toda la
sociedad del incipiente desarrollismo; un poco más allá, en el rectángulo blanco cada vez más oblongo titilaban
las historias y las estrellas. Harry aprendió allí a soñar mientras los chicos
de su edad buscaban con sus novias la oscuridad cómplice o la fila de los
mancos.
Se enamoró de
Joan Bennet en una de las sesiones del Cine club Saracosta; tuvo la impresión
de que se salía del retrato que abría y cerraba inquietantemente La dama del cuadro. Esa misma tarde
conoció a una gente que tenía el visionario proyecto de crear la primera
productora aragonesa. Hizo buenas migas con Emilio Alfaro, Rotellar y Pomarón,
los humanistas de la futura Moncayo Films que se reunían en el café Niké para
hablar de lo divino y humano, pero ante todo de cine. Se estaban estrenando los
sesenta y aquella urbe siempre provinciana se desperezaba poco a poco del aire
de posguerra... El reinado de la Bennett duró poco. Gene Tierney se convertiría
en la única Dulcinea de Harry tras verla -y poseerla- en El embrujo de Shanghai. No necesitaba otra mujer, aunque quizá
buscaba en los burdeles un retazo de esa dulce crueldad fantasmal que le dejó
rendido en Que el cielo la juzgue.
Harry siguió sobreviviendo en una ciudad cambiada por los aires democráticos,
una ciudad dura, sucia, como el héroe que acaba de fascinarle y al que arrebató
el nombre. Sí allí sobrevivió luchando contra el Mal (la realidad, lo
cotidiano) hasta que llegó el invento
que revolucionaría su vida.
El vídeo le
permitía liberarse de pantallas ajenas; ahora podía programar sus propios
sueños. Por eso no le importó retornar a Barbastro y enfundarse en el
puesto de funcionario que le venía
ofreciendo su tío desde hace años. Seguía siendo un hombre profundamente
enamorado. El más privilegiado de los amantes… Las amaba en aquellas noches
excitantes, interminablemente cortas, noches de ensueño y chocolate. Amó a divas
déco como Greta Garbo, Joan Crawford o Katherine Hepburn, a las heroínas
clásicas en la piel de Ingrid Bergman o Lauren Bacall, a la desbordante
sensualidad americana del medio siglo (Ava Gardner, Faye Dunaway, Hedy Lamarr…),
a la sensualidad mediterránea de las maggioratas (Silvana Mangano, Claudia
Cardinale), a las chicas modernas de los nuevos cines (BB, Jeanne Moreau, , Monica
Vitti, Anouk Aimée, Romy Schneider), a las
bellezas hispanas (Sara Montiel, María Félix, Marisol), a las musas de Don Luis
Silvia Pinal o Catherine Deneuve, a las poderosas reinas del erotismo del tipo Anita
Ekberg, Rachel Welch, Isabel Sarli, Laura Antonelli, Silvia Krystel o Shari
Eubank, también a las frágiles románticas tipo Anouk Aimée, aunque fuera Audrey Hepburn la
soberana incontestable de este reino. Las amaba a todas. Y ese amor
soñado daba sentido a sus noches para dormitar los días. Harry se fue dichoso,
viendo una película (Irma la dulce) y
comiendo chocolate. Eran las cuatro de la madrugada. Los médicos dijeron que la
continua ingestión de tabletas le destrozó el hígado. Pero los galenos no
sabían que su cuerpo no era ya de este mundo, trascendido
por un espíritu de historias y fantasmas. En sus últimos
años ya no le importaba lo que le pasaba a su cuerpo, tampoco
lo que pasaba fuera de aquella neocaverna platónica construida con la argamasa
de los filmodelirios. No sabemos qué película eligió para habitar en el
Paraíso, quizá El hombre que amaba las
mujeres, de su querido Truffaut. O puede que todas.